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martes, 1 de junio de 2010


NADA (Carmen Laforet)


Leyendo Nada encontré este fragmento que describe tan bien el amor de una madre hacia su hija recién nacida. La madre, deprimida, preocupada por su condición de mujer, al final se deja vencer por la llamada de la maternidad:
"Cuando me dijeron que era una niña, a mi desgana se unió una extraña congoja. No la quería ver. Me tendí en la cama volviendo la cara... Me acuerdo que era otoño y que detrás de mi ventana aparecía una tristísima mañana gris. Contra los cristales se empujaban, casi crujiendo, las ramas color de oro seco de un gran árbol. La criatura, cerca de mis oídos, empezó a gritar. Yo sentía remordimientos por haberla hecho nacer de mí, por haberla condenado a llevar mi herencia. Así, empecé a llorar con una debilitada tristeza de que por mi culpa aquella cosa gimiente pudiese llegar a ser una mujer algún día. Y así, movida por un impulso compasivo-casi tan vergonzoso como el que se siente al poner una limosna en las manos de cualquier ser desgraciado con quien nos tropezamos en la calle-, arrimé aquel pedazo de carne mía al cuerpo y dejé que para alimentarse chupara de mí y así me devorara y me venciera, por primera vez, físicamente...
Desde aquel momento fue Ena más poderosa que yo; me esclavizó, me sujetó a ella. Me hizo maravillarme con su vitalidad, con su fuerza, con su belleza. Según iba creciendo, yo la contemplaba con el mismo asombro que si viera crecer en un cuerpo todos mis anhelos no realizados. Yo había soñado con la salud, con la energía, con el éxito personal que me había sido negado y los vi crecer en Ena desde que era una niñita.(...)"

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